Hay judíos piadosos
e ilustrados que reconocen en Jesús un rabino excepcional, de una profunda
sabiduría y santidad. De un modo coherente manifiestan también que fue un gran error y
una injusticia su condena a muerte. Pero
no por ello son cristianos; siguen siendo judíos porque no aceptan que Jesús
haya resucitado y que sea el Señor, Hijo de Dios.
El núcleo de la
fe cristiana está en esas palabras dirigidas en adoración al mismo Jesús: ¡Jesús, Señor! Palabras que no pueden decirse de corazón si
no actúa el Espíritu Santo. Es tarea inmediata
del Divino Paráclito en las almas el hacerles identificar de un modo casi palpable
las otras dos divinas Personas, con esas dos invocaciones que nos sitúan íntimamente
ante Dios: Abba, Padre y Jesús, Señor.
El Papa
Francisco ha vuelto a recordar que “no hay cristianismo sin Cristo”.
Reducir el
cristianismo a una serie de normas, reglas, mandatos, prohibiciones, como si sólo
de un código de conducta se tratara, supone perder de vista el origen, el
sentido y el fin de toda nuestra vida, que es Cristo Jesús. El Santo Padre
en una de sus misas diarias en Santa Marta ha dicho: "Pero, padre, ¿cuál es
la regla para ser cristianos con Cristo, y no convertirse en cristianos sin Cristo?
Y ¿cuál es la señal de que una persona es un cristiano con Cristo?". La
regla es simple: solo es válido aquello que te lleva a Jesús, y solo es válido
aquello que viene de Jesús. Jesús es el centro, el Señor, como Él mismo dice.
¿Esto te lleva a Jesús? Va adelante. Este mandamiento, esta actitud ¿vienen de
Jesús? Va adelante. Pero si no te lleva a Jesús y si no viene de Jesús, pero…
no se sabe, es un poco peligroso”.
Ese Jesús vive en su
Iglesia. Se ofrece vivo en la Eucaristía celebrada en la Iglesia. Nos habla en
la Sagrada Escritura leída en la Iglesia. Nos perdona en el Sacramento del Perdón
administrado por la Iglesia. Nos guía a través de sus Pastores en la Iglesia.
Nos guía también desde el interior de nuestras almas cuando vivimos en comunión
con toda la Iglesia.
J.S.
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