martes, 25 de abril de 2017

Constructores de paz


Nuestro mundo tiene necesidad de gente valiente que sepa aprender del pasado para construir el futuro sin encerrarse en prejuicios. Estas palabras del Papa Francisco en vísperas de su viaje a Egipto me han hecho pensar en varias cosas.

Efectivamente los prejuicios en la mayoría de los casos son inconscientes. La misma palabra pre-juicio indica la existencia de algo previo a lo que debería de ser un juicio objetivo. Los prejuicios se dan a todos niveles:  personal, familiar, local, colectivo. Hay prejuicios de tipo histórico que condicionan a un país entero; hay prejuicios raciales; también hay prejuicios religiosos. que llevan a comportamientos aberrantes Nadie está exento de prejuicios; pero, si, todos tenemos el deber moral de intentar identificar nuestros propios prejuicios, que tienen siempre una historia,  y de intentar entender la génesis de prejuicios ajenos.

La lectura reciente de dos libros me ha ayudado a comprobar hasta qué punto son perniciosos los prejuicios nacionales y su vigencia actual. Sin un ejercicio sincero de la memoria es imposible la conversión, la purificación de la memoria misma. Los dos libros son la novela Patria de Fernando Aramburu y el ensayo de María Elvira Roca Imperiofobia y leyenda negra.

El Papa Juan Pablo II inauguró en la Iglesia la llamada Purificación de la Memoria Histórica y que tuvo su culminación en la Jornada del Perdón, el Miércoles de Ceniza del año 2000 en la Basílica de San Pedro. El mismo Papa expresó su deseo de que este ejemplo de la Iglesia Católica se generalizase en otras instituciones.

La gran audacia y la confianza en la ayuda de Dios con las que el Papa Francisco está intentando intensificar el diálogo con el Islam es algo meta-político y ejemplar para todos los cristianos.

Nuestro mundo, desgarrado por la violencia ciega —que también ha golpeado el corazón de vuestra querida tierra— tiene necesidad de paz, de amor y de misericordia. Tiene necesidad de agentes de paz y de personas libres y liberadoras, de gente valiente que sepa aprender del pasado para construir el futuro sin encerrarse en prejuicios. Tiene necesidad de constructores de puentes de paz, de diálogo, de fraternidad, de justicia y de humanidad (Papa Francisco, Video Mensaje con ocasión de su viaje a Egipto, 24.4.20117).


J.S.

jueves, 20 de abril de 2017

¿La Biblia en el móvil?



Dios quiere iniciar una conversación con los hombres través de la Biblia, un conjunto de libros que son Palabra de Dios, y que fueron escritos bajo una acción especial del Espíritu Santo que llamamos inspiración bíblica.  Los autores de los libros sagrados no fueron necesariamente conscientes de ello.  Fue la iglesia la que en un momento dado señaló cuáles libros están divinamente inspirados y cuáles no. Entre los descartados están todos los apócrifos y todas las versiones tergiversadas por herejes o cismáticos


El Catecismo de la Iglesia Católica dejó claro que el cristianismo no es una religión del libro. La Sagrada Escritura no es leída en la Iglesia como un texto muerto, testigo de un pasado y nada más. Es considerada, en cambio. como un texto vivo. un texto con alma, un texto que debe ser leído a la luz de su propio Autor, es decir, a la luz Espíritu Santo.


En Biblia hay lo que se llama un sentido literal, que es lo que realmente pretendió decir el autor sagrado cuando escribió un texto pensando en un destinatario concreto una persona, a una comunidad concreta. Pero el sentido y por la intención pretendida por Dios cuando inspira ese texto a un autor humano excede con mucho lo que el autor humano pudo intentar o entender. A eso muchos autores lo llaman la excedencia de la Palabra de Dios sobre la autoría humana, sobre lo pretendido por el hagiógrafo. Dios hace que un hombre escriba o diga cosas que las pueden entender sus contemporáneos y, al mismo tiempo, puede encerrar en esas mismas palabras, o textos, significados que pasen inadvertidos al propio autor humano y a sus contemporáneos y qué serán entendidos por otros hombres en otras épocas. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán, dice Jesús. En este sentido las Sagrada Escritura es una carta de Dios a los hombres de todos los tiempos, de todas las culturas. Por eso decimos que la Palabra de Dios es viva.


Hay unos principios generales para la exégesis católica de un texto sagrado. Existe una lectura pública de la Biblia dentro de la Iglesia Católica. Esa lectura dura veintiún siglos y está decantada en el magisterio ordinario de la Iglesia. Pero hay también una lectura privada, personal e intima realizada por cualquier cristiano que para orar abre la Biblia para escuchar lo que el Señor le dice personalmente a él. Ese modo de hacer oración puede ser también comunitario, aunque el Espíritu Santo actúa en la intimidad de cada alma. 


En esa lectura de la Palabra de Dios el cristiano no está intentando hacer una exégesis
nueva de la Escritura. El cristiano siempre inicia su oración en el seno de la Iglesia y desde la fe común de la Iglesia. La Palabra de Dios sigue siendo viva. Dios puede hacerle entender el con significado de una frase, o de todo un texto, que va dirigido solo a él. Entonces la conversación entre Dios que habla y el orante que escucha y responde se hace profundamente personal y privada. Se podría decir que Dios usa su Palabra escrita como un pretexto o una ocasión para iniciar una conversación con cualquier alma.

Es de suma importancia de un cristiano esté muy familiarizado con la Escritura y muy especialmente con los Evangelios. El Papa Francisco es muy reiterativo en este consejo. A base de leerlo y meditarlo, deberíamos respirar con el Evangelio. En situaciones de cada día, de un modo a veces inesperado, deberían acudir a nuestra memoria, a nuestro corazón, palabras de Jesús que nos orientan.


Por esto es necesario familiarizarse con la Biblia: leerla a menudo, meditarla, asimilarla. La Biblia contiene la Palabra de Dios, que es siempre actual y eficaz. Alguno ha dicho: ¿qué sucedería si usáramos la Biblia como tratamos nuestro móvil? ¿Si la llevásemos siempre con nosotros, o al menos el pequeño Evangelio de bolsillo, qué sucedería?... De hecho, si tuviéramos la Palabra de Dios siempre en el corazón, ninguna tentación podría alejarnos de Dios y ningún obstáculo podría hacer que nos desviáramos del camino del bien; sabríamos vencer las sugestiones diarias del mal que está en nosotros y fuera de nosotros; nos encontraríamos más capaces de vivir una vida resucitada según el Espíritu, acogiendo y amando a nuestros hermanos, especialmente a los más débiles y necesitados, y también a nuestros enemigos (Palabras del Papa Francisco en el rezo del Ángelus, 5.3.2017).



J.S.




lunes, 17 de abril de 2017

¿Cristianos ateos?




Es un hecho comprobado por todos, comentado, incluso llevado al cine en clave de humor. Hay regiones españolas que hace unas décadas destacaban por su estructura fuertemente clerical y por su archicatólicismo social y ahora son el imperio de la blasfemia, en público y en privado. Algunos llaman a esto el efecto rebote.

Hace unos años se celebró en Madrid la Jornada Mundial de la Juventud. Tuvo un éxito de participación asombrosa por parte de jóvenes venidos de todas partes. Pero al mismo tiempo se produjeron escenas en la Puerta del Sol que dieron la vuelta al mundo entero: grupos espontáneos, muy bien organizados, que amenazaban con un odio increíble a grupos de niñas y de monjitas quienes no encontraron otra solución que arrodillarse rezando el Rosario como preparadas para el martirio inmediato. 

Muchos se preguntaron en aquella ocasión qué hubiera sucedido si en Madrid se celebrasen unas jornadas mundiales de druidas, o de meigas, o de partidarios de Frodo vivo. Probablemente nada. El espectáculo hubiera sido acogido con una indiferencia general.

El efecto rebote tiene unas características especiales en sociedades o familias que han sido tradicionalmente católicas. Algunas profanaciones públicas de la Eucaristía, de corte muy burdo, han sido protagonizadas por chicas de la alta burguesía educadas en colegios de monjas.

El Papa Francisco ha dicho cosas que nos atañen absolutamente a todos y que dan con la raíz del rebote cristofóbico.  El Santo Padre describe la trayectoria profunda del corazón humano cuándo después de haber recibido la gracia de Cristo abandona la escucha de la Palabra de Dios y la sustituye por la escucha de otras palabras que no vienen de Dios. Se da un recorrido estrictamente diabólico que le puede suceder a una persona, a una familia, a una nación, a una comunidad originariamente cristiana.

Hay un itinerario que comienza por dejar de escuchar la Palabra de Dios, aunque externamente se siga siendo católico. Ha desaparecido la sinceridad, y nos volvemos católicos infieles, católicos paganos o, más feo aún, católicos ateos, porque no tenemos una referencia de amor al Dios vivo. No escuchar y dar la espalda –que nos hace endurecer el corazón– nos lleva a la senda de la infidelidad.

¿Y esa infidelidad, de qué se llena? Se llena de una especie de confusión, no se sabe dónde está Dios, dónde no está, se confunde a Dios con el diablo. Lo dice el Evangelio de hoy (Lc 11,14-23) que, ante la actuación de Jesús, que hace milagros, que hace tantas cosas para la salvación y la gente está contenta, es feliz, le dicen: Por arte de Belcebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios.

Esa es la blasfemia. La blasfemia es la palabra final de este recorrido que comienza con no escuchar, que endurece el corazón, que lleva a la confusión, te hace olvidar la fidelidad y, al final, blasfemas. ¡Ay de aquel pueblo que olvida el asombro del primer encuentro con Jesús|” (Homilía en Santa Marta, 23 de marzo de 2017).

Pienso que cualquier católico del siglo XXI está bombardeado por tal cantidad de voces y mensajes mundanos que, si no se decide seriamente a reservar un espacio a la escucha del Dios que nos habla, difícilmente será fiel a su primer compromiso cristiano.


J.S.

miércoles, 12 de abril de 2017

La Sangre de Cristo,¿derramada por todos o por muchos?






A bastantes católicos les ha sorprendido que, en la misa, el sacerdote al consagrar el vino diga en castellano: “… mi sangre derramada por vosotros y por muchos”. Antes de empezar la Cuaresma y por un espacio de casi 50 años hemos oído en ese momento de la misa: “… mi sangre derramada por vosotros y por todos”.

Hace diez años el Papa Benedicto XVI mandó ese cambio en las traducciones del latín a las lenguas modernas, pero hasta ahora no se ha cumplido.

En latín siempre se ha dicho pro multis, por muchos. En las misas de los primeros siglos, en todos los ritos y en todas las lenguas antiguas, se decía también por muchos. En realidad, lo que el Papa Benedicto XVI mandó es que las traducciones modernas se ajustarán más literalmente a las palabras de la consagración dichas durante siglos.

No se trata de corregir un error dogmático porque las dos fórmulas son verdaderas. Dios quiere que todos los hombres se salven y por tanto puede decirse que fue voluntad de Jesucristo derramar su sangre por la Redención de todo el mundo, su sangre intencionalmente fue derramada por todos; pero la Redención de cada persona no es algo automático. Es requisito acogerse de corazón a la oferta universal de la misericordia divina. En este sentido, los que rechazan obstinadamente, hasta el final de sus días, la oferta que Dios nos hace a través de Cristo no se benefician de su sangre vertida. Por eso es también verdadera la expresión por muchos.

La decisión de Benedicto XVI no fue tomada por razones dogmáticas sino por buscar una fidelidad mayor a lo que durante siglos se ha dicho en todas las lenguas antiguas y en las plegarias eucarísticas de todos los ritos, es decir por muchos.


Este cambio (que en realidad un restablecimiento), significa también un toque de atención. Quién desprecia obstinadamente la sangre de Cristo se está labrando su propia condenación. Los que blasfeman contra la Eucaristía se excluyen de la salvación eterna porque desprecian y rechazan la sangre de Cristo. La sangre de Cristo no les ha servido para salvarse.






J.S.

domingo, 9 de abril de 2017

Distintos modos de vivir y distintas motivaciones




Quien vive para el trabajo, con la idea de crecer en la empresa y ganar más dinero, lleva una vida distinta de quien está centrado en su familia o dedica buena parte de su tiempo al cuidado no remunerado de enfermos terminales.

Quien vive preocupado de su propia fama lleva una vida distinta de quien está pendiente de sus amigos o entrega su vida a la tarea educativa.

Quien vive para «pasarlo bien» y busca placeres cada vez más intensos o sofisticados lleva una vida distinta de quien se dedica a cuidar a los pobres.

Pero, también cuando no se trata de casos tan opuestos como los anteriores, es definitivo lo que se ama. Así, quien vive para cuidar a su perro Bobby tiene una vida distinta de quien se preocupa de hacer feliz a su mujer y educar a sus hijos; quien da la vida por la defensa de las focas tiene una vida distinta de quien se dedica a las iniciativas de cooperación en África.

¿Cuál de ellos es un proyecto más plenamente humano? ¿Cuál es camino (aunque no garantía) de una felicidad mayor? En las sintéticas palabras de J. Burggraf, «la libertad se mide por aquello a lo cual nos dirigimos. Cuanto más grandes son las aspiraciones, más grande es la libertad». Por eso es tan importante que las almas aprendan a disfrutar de lo bueno, a reconocerlo y a valorarlo: está en juego la calidad de su libertad y, por tanto, de su vida entera.

viernes, 7 de abril de 2017

El trato con las personas queridas que ya han muerto




Vivir de fe es como iluminar una habitación    que está a oscuras. Si no hay fe no se ve nada o quizá se vea algo, pero en penumbra. En cuanto se enciende la luz se ve perfectamente la estancia hasta en sus mínimos detalles. Algo semejante ocurre en nuestra vida: si falta visión sobrenatural, vida de fe, muchas circunstancias de nuestra existencia no se ven con claridad. 

Personas  ya fallecidas y hechos acaecidos ocupan un espacio en la memoria, ese almacén en que se guardan los acontecimientos más importantes de nuestra vida, de una manera parecida a como quedan en el en el disco duro de un PC los documentos que se guardan. 

Ante esa especie de trastero o buhardilla del alma hay gran variedad de actitudes. Hay quien procura olvidar lo más posible y hay quienes se refugian cada vez más en ese pasado guardado en la memoria, y también se dan personas atormentadas por su memoria. ¿Cuál sería el comportamiento más cristiano en el uso de la memoria? Se trata de una cuestión íntima y muy personal, porque el Espíritu Santo actúa desde lo recóndito en cada persona; pero hay principios básicos generales. 

 El Papa Francisco hablado varias veces el don de la memoria y también de pedir al Señor ese don: "un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un hombre o una mujer que prisionero de la coyuntura del momento no tiene historia" (Homilía en Santa Marta, 15.5.2013). Tiene historia, pero no sabe cómo entenderla a la luz de Dios. No se acuerda de los grandes dones que Dios le ha concedido a lo largo de su vida, no es consciente de que Dios le ha estado buscando desde el principio, no entiende su propia vocación, no se acuerda de dar gracias. Y si hay memoria buena, cuando asoma un peligro de vanidad, el recuerdo de las propias miserias pone al cristiano en su sitio. "Cuanto más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón, haciéndome saber lo que he sido y lo que seré, si tú me dejas" (Camino, 591). Un ejemplo de esa memoria purificada que conduce a Dios son las Confesiones de San Agustín. 

Un lugar importante de nuestra memoria lo ocupan las personas queridas que ya se han ido. Hay situaciones normales que encontramos a nuestro alrededor: un adulto que ha perdido a sus padres y los recuerda, una mujer viuda que no se consuela ante la pérdida de su marido, un anciano que se encuentra desprotegido al quedar viudo, unos padres que se emocionan recordar al hablar de algún hijo qué murió prematuramente, una madre que no puede borrar de su memoria un bebé qué llevo en sus entrañas y no llegó a nacer, un hermano que recuerda hermanos difuntos, cualquiera de nosotros que recuerda a sus mejores amigos que abandonaron este mundo.

 Ese recuerdo necesita también ser purificado, transformado, por la vida de fe y de esperanza cristianas. Como dice el Papa Francisco: "En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente" (Encíclica Amoris Laetitia, n. 255). 

Sabemos que los que murieron en Cristo viven ahora en Cristo, bien gozando en el Cielo de la vida eterna o terminando su purificación en el Purgatorio. Quienes rechazaron hasta el último instante la misericordia divina se autoexcluyeron de los planes divinos de la salvación: a eso llamamos Infierno. La memoria de nuestros seres queridos difuntos no debe quedarse anclada en el pasado. Debemos conectar con ellos en su situación presente, unidos a ellos en Cristo. Conviene recordar que también las almas del Purgatoria son benditas, están en Comunión con los bienaventurados y con quienes viven la fe, la esperanza y la caridad en su etapa terrena. 

Benedicto XVI abre horizontes a nuestro trato con esos seres queridos difuntos, mirando siempre al presente y al futuro: "Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?" (Encíclica Spe salvi, n. 48).

 Es un deber de caridad ofrecer misas por nuestros difuntos. La Iglesia siempre hace memoria de sus fieles difuntos en la celebración de la Eucaristía. Sólo cesa esa intercesión por ellos en el caso de los proclamados Beatos. A partir del momento de su Proclamación como Beatos la Iglesia acude solamente a su intercesión en favor nuestro. 

En la piedad práctica y privada, a los seres queridos difuntos que han fallecido en el seno de la Iglesia, con signos claros de su muerte en Cristo, podemos pedirles su ayuda en toda clase de necesidades espirituales o materiales. 

Jorge Salinas

lunes, 3 de abril de 2017

Dios nos ama



Si dijeran "alguien está enamorado de ti", sentirías probablemente un primer momento de vanidad y de curiosidad. ¿Quién será? Pero enseguida una reacción de sensatez: No me interesa nada que pueda ir contra mi estabilidad y fidelidad afectiva. Supón que te dicen: "Ese Alguien dará consistencia y sentido a tus amores básicos. Te salvará con su Amor de todos los peligros".

¿Quién ese enamorado mío? Es Dios. San Josemaría escribió "La Trinidad se ha enamorado del hombre". El sentido último de nuestra vida es corresponder a ese Amor que Dios nos tiene y fomentar el santo orgullo de sabernos hijos de Dios.      
                 
 La correspondencia al Amor de Dios a través de los Sacramentos, en nuestro trato habitual con El (=oración) y en la conducta llena nuestra vida de felicidad.

Por eso la esperanza cristiana es “sólida, por eso  no defrauda. No se basa en lo que hagamos o seamos, ni tampoco en lo que creamos. Su fundamento, es decir el fundamento de la esperanza cristiana,  es lo más fiel y seguro que hay, el amor que Dios nutre por cada uno de nosotros. Es fácil decir : Dios nos ama; todos lo decimos. Pero pensad un poco: ¿Cada uno de nosotros es capaz de decir: “Estoy seguro de que Dios me ama”?. No es tan fácil decirlo, pero es verdad. Es un buen ejercicio éste de decirse a uno mismo: Dios me ama. Esta es la raíz de nuestra seguridad, la raíz de la esperanza (Papa Francisco, Audiencia general).


                                                                                                                                     J.S.