Vivir de fe es como iluminar una habitación que está a oscuras. Si no hay fe no se ve nada o quizá se vea algo, pero en penumbra. En cuanto se enciende la luz se ve perfectamente la estancia hasta en sus mínimos detalles. Algo semejante ocurre en nuestra vida: si falta visión sobrenatural, vida de fe, muchas circunstancias de nuestra existencia no se ven con claridad.
Personas ya fallecidas y hechos acaecidos ocupan un espacio en la memoria, ese almacén en que se guardan los acontecimientos más importantes de nuestra vida, de una manera parecida a como quedan en el en el disco duro de un PC los documentos que se guardan.
Ante esa especie de trastero o buhardilla del alma hay gran variedad de actitudes. Hay quien procura olvidar lo más posible y hay quienes se refugian cada vez más en ese pasado guardado en la memoria, y también se dan personas atormentadas por su memoria. ¿Cuál sería el comportamiento más cristiano en el uso de la memoria? Se trata de una cuestión íntima y muy personal, porque el Espíritu Santo actúa desde lo recóndito en cada persona; pero hay principios básicos generales.
El Papa Francisco hablado varias veces el don de la memoria y también de pedir al Señor ese don: "un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un hombre o una mujer que prisionero de la coyuntura del momento no tiene historia" (Homilía en Santa Marta, 15.5.2013). Tiene historia, pero no sabe cómo entenderla a la luz de Dios. No se acuerda de los grandes dones que Dios le ha concedido a lo largo de su vida, no es consciente de que Dios le ha estado buscando desde el principio, no entiende su propia vocación, no se acuerda de dar gracias. Y si hay memoria buena, cuando asoma un peligro de vanidad, el recuerdo de las propias miserias pone al cristiano en su sitio. "Cuanto más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón, haciéndome saber lo que he sido y lo que seré, si tú me dejas" (Camino, 591). Un ejemplo de esa memoria purificada que conduce a Dios son las Confesiones de San Agustín.
Un lugar importante de nuestra memoria lo ocupan las personas queridas que ya se han ido. Hay situaciones normales que encontramos a nuestro alrededor: un adulto que ha perdido a sus padres y los recuerda, una mujer viuda que no se consuela ante la pérdida de su marido, un anciano que se encuentra desprotegido al quedar viudo, unos padres que se emocionan recordar al hablar de algún hijo qué murió prematuramente, una madre que no puede borrar de su memoria un bebé qué llevo en sus entrañas y no llegó a nacer, un hermano que recuerda hermanos difuntos, cualquiera de nosotros que recuerda a sus mejores amigos que abandonaron este mundo.
Ese recuerdo necesita también ser purificado, transformado, por la vida de fe y de esperanza cristianas. Como dice el Papa Francisco: "En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente" (Encíclica Amoris Laetitia, n. 255).
Sabemos que los que murieron en Cristo viven ahora en Cristo, bien gozando en el Cielo de la vida eterna o terminando su purificación en el Purgatorio. Quienes rechazaron hasta el último instante la misericordia divina se autoexcluyeron de los planes divinos de la salvación: a eso llamamos Infierno. La memoria de nuestros seres queridos difuntos no debe quedarse anclada en el pasado. Debemos conectar con ellos en su situación presente, unidos a ellos en Cristo. Conviene recordar que también las almas del Purgatoria son benditas, están en Comunión con los bienaventurados y con quienes viven la fe, la esperanza y la caridad en su etapa terrena.
Benedicto XVI abre horizontes a nuestro trato con esos seres queridos difuntos, mirando siempre al presente y al futuro: "Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?" (Encíclica Spe salvi, n. 48).
Es un deber de caridad ofrecer misas por nuestros difuntos. La Iglesia siempre hace memoria de sus fieles difuntos en la celebración de la Eucaristía. Sólo cesa esa intercesión por ellos en el caso de los proclamados Beatos. A partir del momento de su Proclamación como Beatos la Iglesia acude solamente a su intercesión en favor nuestro.
En la piedad práctica y privada, a los seres queridos difuntos que han fallecido en el seno de la Iglesia, con signos claros de su muerte en Cristo, podemos pedirles su ayuda en toda clase de necesidades espirituales o materiales.
Jorge Salinas
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