Es un hecho comprobado por todos, comentado, incluso
llevado al cine en clave de humor. Hay regiones españolas que hace unas décadas
destacaban por su estructura fuertemente clerical y por su archicatólicismo
social y ahora son el imperio de la blasfemia, en público y en privado. Algunos
llaman a esto el efecto rebote.
Hace unos años se celebró en Madrid la Jornada
Mundial de la Juventud. Tuvo un éxito de participación asombrosa por parte de
jóvenes venidos de todas partes. Pero al mismo tiempo se produjeron escenas en
la Puerta del Sol que dieron la vuelta al mundo entero: grupos espontáneos, muy
bien organizados, que amenazaban con un odio increíble a grupos de niñas y de
monjitas quienes no encontraron otra solución que arrodillarse rezando el
Rosario como preparadas para el martirio inmediato.
Muchos se preguntaron en aquella ocasión qué
hubiera sucedido si en Madrid se celebrasen unas jornadas mundiales de
druidas, o de meigas, o de partidarios de Frodo vivo. Probablemente nada. El
espectáculo hubiera sido acogido con una indiferencia general.
El efecto
rebote tiene unas características especiales en sociedades o familias que
han sido tradicionalmente católicas. Algunas profanaciones públicas de la
Eucaristía, de corte muy burdo, han sido protagonizadas por chicas de la alta
burguesía educadas en colegios de monjas.
El Papa Francisco ha dicho cosas que nos atañen
absolutamente a todos y que dan con la raíz del rebote cristofóbico. El
Santo Padre describe la trayectoria profunda del corazón humano cuándo después
de haber recibido la gracia de Cristo abandona la escucha de la Palabra de Dios
y la sustituye por la escucha de otras palabras que no vienen de Dios. Se da un
recorrido estrictamente diabólico que le puede suceder a una persona, a una familia,
a una nación, a una comunidad originariamente cristiana.
Hay un itinerario que comienza por dejar de
escuchar la Palabra de Dios, aunque externamente se siga siendo católico. “Ha
desaparecido la sinceridad, y nos volvemos católicos infieles, católicos
paganos o, más feo aún, católicos ateos, porque no tenemos una referencia de
amor al Dios vivo. No escuchar y dar la espalda –que nos hace endurecer el
corazón– nos lleva a la senda de la infidelidad.
¿Y esa infidelidad,
de qué se llena? Se llena de una especie de confusión, no se sabe dónde está
Dios, dónde no está, se confunde a Dios con el diablo. Lo dice el Evangelio de
hoy (Lc 11,14-23) que, ante la actuación de Jesús, que hace milagros, que hace
tantas cosas para la salvación y la gente está contenta, es feliz, le dicen: Por arte de Belcebú, el príncipe de los demonios,
echa los demonios.
Esa es la blasfemia.
La blasfemia es la palabra final de este recorrido que comienza con no
escuchar, que endurece el corazón, que lleva a la confusión, te hace olvidar la
fidelidad y, al final, blasfemas. ¡Ay de aquel pueblo que olvida el asombro del
primer encuentro con Jesús|” (Homilía en Santa Marta, 23 de marzo de 2017).
Pienso que cualquier
católico del siglo XXI está bombardeado por tal cantidad de voces y mensajes
mundanos que, si no se decide seriamente a reservar un espacio a la escucha del
Dios que nos habla, difícilmente será fiel a su primer compromiso cristiano.
J.S.
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