Podemos hablar de un ecumenismo interior, espiritual, potenciado en este Año de la Fe, que no es tarea exclusiva de la jerarquía de la Iglesia o de algunos especialistas, sino que implica una responsabilidad común a todos los fieles
El Papa Francisco ha propuesto a los cristianos vivir el Año de la Fe como una especie de peregrinación a lo que es esencial para todo cristiano: la relación personal y transformadora con Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado por nuestra salvación. La idea de peregrinación y la de relación personal con Cristo son muy sugestivas: me parece que estas palabras del Pontífice encierran una intuición profunda.
El núcleo de nuestra relación Cristo es íntimo y personal; los caminos que conducen a la transformación en Cristo son caminos del corazón; por supuesto, siempre bajo la guía y la acción del Espíritu Santo. Para los católicos la garantía de que estas sendas sean verdaderas está en la plena comunión con la Iglesia. El Papa, sin embargo, se está dirigiendo a todos sean católicos o no. Esa peregrinación profundamente personal y, al mismo tiempo común a los cristianos, sería como el alma del verdadero ecumenismo. Encierra una movilización interior espiritual que haría fácil la actividad externa del ecumenismo eclesiástico.
Lo normal es que los católicos recorran este itinerario interior a través de la vida sacramental, la guía de los pastores y las enseñanzas del magisterio. Los no católicos tendrán como recursos externos la vida de sus Iglesias separadas o de sus comunidades cristianas. La meta es la misma para todos: la santidad, que es la transformación en Cristo. Sabemos, eso sí, que la Iglesia querida por Jesucristo subsiste en la Iglesia Católica. En ella se dan en su integridad todos los medios necesarios para la salvación eterna. Por tanto, los católicos tienen más recursos, por gracia de Dios, para su identificación con Cristo, y por la misma razón son especialmente responsables de la salvación y santidad de los demás. Pero la meta para todos es el Cielo.
El Cielo, perfecta societas sanctorum, es la plena realización de la Ekumene: allí todos son un único rebaño, con un único Pastor, el mismo Jesucristo nuestro Señor. En el Cielo no hay problemas de separación por razón de pertenencia a Iglesias distintas. Los bienaventurados viven en Cristo. Desde allí pueden contemplar el drama de la separación en la tierra, y se unen a la oración de Cristo pidiendo al Padre la unidad. Cuando el número de los elegidos se haya cumplido, tendrá lugar el retorno glorioso de nuestro Señor, la resurrección de la carne y la instauración de los nuevos cielos y la nueva tierra. Finalmente, Cristo someterá todo al Padre. Mientras tanto, los que permanecemos aquí abajo tendremos que recorrer esa especie de peregrinación hacia lo esencial: la relación personal y transformadora con Jesucristo.
En el mundo se pueden dar situaciones variadas y paradójicas. Dentro del cuerpo de la Iglesia Católica habrá quienes estén vivos y quienes estén muertos. Entre los muertos, algunos acabarán en el infierno. También podrá darse el caso de cristianos no católicos que, a pesar de las deficiencias de las estructuras eclesiásticas, vivan en un estado de gracia superior al de muchos católicos tibios. Nadie puede juzgar, nadie debe juzgar; el Señor es el que juzga.
Con la lógica de la fe, comprendemos que la Iglesia considere como parte integrante de su misión el restablecimiento de la unidad de los cristianos: ésta es la gran tarea del ecumenismo. También se atisba que el ecumenismo no sea una tarea exclusiva de la jerarquía de la Iglesia o de algunos especialistas, sino que implica una responsabilidad común a todos los fieles.
El Papa Francisco, en su primer encuentro con representantes de otras Iglesias y comunidades cristianas, les dijo: Sí, queridos hermanos y hermanas en Cristo, sintámonos todos íntimamente unidos a la oración de nuestro Salvador en la Última Cena, a su invocación: Ut unum sint. Pidamos al Padre misericordioso que vivamos plenamente esa fe que hemos recibido como un don el día de nuestro bautismo, y que demos de ella un testimonio libre, alegre y valiente. Éste será nuestro mejor servicio a la causa de la unidad entre los cristianos, un servicio de esperanza para un mundo todavía marcado por divisiones, contrastes y rivalidades. Cuanto más fieles seamos a su voluntad en pensamientos, palabras y obras, más caminaremos real y substancialmente hacia la unidad.
Podemos, por tanto, hablar de un ecumenismo interior, espiritual, potenciado en este Año de la Fe. Un crecimiento interno de la fe en el corazón de muchos católicos robustecerá la unidad de la Iglesia en su conjunto. Y como “de la abundancia del corazón habla la boca”, el conocimiento vivo de Cristo se difundirá a otros cristianos.
Jorge Salinas
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