El pasado 22
de junio se cumplió el 50 aniversario de la elección del venerable siervo de
Dios el Papa Pablo VI. Con este motivo el Papa Francisco hizo una
semblanza de su persona, llena de veneración. Entre varios aspectos del
recordado Pontífice el actual Papa destacó su apasionado amor por la Iglesia: «un
amor de toda una vida: alegre y doloroso, −ha recordado el Santo
Padre. Un amor que expresó desde su primera encíclicaEcclesiam suam. Pablo
VI vivió de lleno las vicisitudes de la Iglesia después del Concilio Vaticano
II, sus luces, sus esperanzas, las tensiones». Él amó a la
Iglesia y se gastó por ella sin reservas. «Un verdadero pastor cristiano que
tenía una visión muy clara de que la Iglesia es una madre que lleva dentro a
Cristo y conduce a Cristo». Porque como el mismo
Papa Montini decía: «La Iglesia está verdaderamente arraigada en
los corazones del mundo, pero a la vez es suficientemente libre e independiente
para interpelar al mundo».
Yo estaba en
Roma aquel 22 de junio de 1963. El pueblo romano había sufrido mucho con la
agonía de Juan XXIII y en los medios se aludía a él con el nombre
de “el Papa Bueno”. Pero ese apelativo cariñoso de “el Papa
Bueno” empezó a usarse en algunos lobbys mediáticos
con una intención insidiosa, como si Pio XII hubiera sido “el
malo”.
Uno de los primeros actos pontificios de Pablo VI
fue decretar el inicio del proceso de beatificación de Pio XII y de Juan XXIII,
los dos juntos. Aquel gesto del nuevo Papa fue entendido inmediatamente por
todos los buenos hijos de la Iglesia.
En tiempos de crisis se dan alternancias de luces
y sombras y la imaginación pierde el control. Pasados cincuenta años leemos con
admiración las enseñanzas de Pablo VI y entendemos sus grandes sufrimientos,
porque advertía el peligro de un desprecio de la Iglesia real, jerárquica,
prefiriendo como alternativa una realidad eclesial en conexión inmediata con el
Espíritu: «No nos engañe el criterio de
reducir el edificio de la Iglesia, que ha llegado a ser grande y majestuoso
para la gloria de Dios, como templo suyo magnífico, a sus iniciales y mínimas
proporciones, como si éstas fueran solamente la verdadera Iglesia por vía
carismática, como si fuese nueva y verdadera la expresión eclesiástica que
naciese de ideas particulares, fervorosas sin duda y a veces convencidas de
gozar de divina inspiración, introduciendo así arbitrarios sueños de artificiosas
renovaciones en el esquema constitutivo de la Iglesia» (Ecclesiam suam, 24).
Ahora está ocurriendo algo parecido. Qué verdad
es que «los juicios de Dios no son los juicios de los hombres». Cuando
pasen unos años se verá cómo hemos pasado por una época difícil en la historia
de la Iglesia y que nos ha tocado una serie de Papas Santos, sucesores de Pedro que
han tenido que seguir al Maestro llevando la Cruz a cuestas, por amor a la
Iglesia.
J.S.
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