Un interlocutor ocasional me
dijo el otro día: “Mire, Vd., el cristianismo se resume en vivir y dejar vivir
a los demás”. No tuvimos tiempo para ahondar mucho en el tema, pero me resistí
a asentir con entusiasmo a esa máxima. Me recordó lo que oí hace unos años a un
tabernero del norte de Navarra, en tiempos de virulencia terrorista: “Mire Vd.,
tenemos que vivir todos. Hay que vivir y dejar vivir a los demás”. Hombre, como un mínimo ético en tiempos de
confrontación general, podría valer, Pero me resisto a aceptar esa frase como
lema en una sociedad moralmente
avanzada.
El Papa Francisco acudió con
dolor hace unos meses a la Isla de Lampedusa, al Sur de Italia, próxima a las
costas africanas. Una vez más se había producido la tragedia, pero esta vez con
unos tintes especialmente inhumanos. Un
grupo de africanos que intentaban llegar
a Lampedusa se escondieron en las nasas (una especie de cilindros para pescar)
de un barco tunecino. Los pescadores cortaron los cabos y siete africanos
desaparecieron en las aguas cuando
más cerca se hallaban de las costas soñadas.
Lo que más le dolió al Papa fue la indiferencia con en los medios se
recogió la noticia. Ese dolor le llevó a la Isla donde se registran casi a
diario dramas semejantes. En su homilía dijo el Santo Padre: Hoy nadie en el mundo se siente responsable
de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna; hemos caído
en la actitud hipócrita del sacerdote y del servidor del altar, de los que
hablaba Jesús en la parábola del Buen Samaritano: vemos al hermano medio muerto
al borde del camino, quizás pensamos “pobrecito”, y seguimos nuestro camino, no
nos compete; y con eso nos quedamos tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura
del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles
al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero
no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la
indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia.
En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la
indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver
con nosotros, no nos importa, no nos concierne!
La expresión “globalización de la indiferencia” da en el clavo. El mal
de la indiferencia ante el destino ajeno se ha generalizado. Nos hemos
acostumbrado a la indiferencia ajena y a la propia ante los dramas humanos de
pueblos enteros. Hemos adquirido una gran capacidad de “pasar de”, cuando las
cosas no nos afectan de un modo inmediato y personal.
El embotamiento del corazón es peligroso. No queráis endurecer vuestro corazón, dice un Salmo. Podemos
hacernos indiferentes ante la suerte de personas muy cercanas: compañeros de
trabajo, familia e, incluso, el mismo núcleo del matrimonio.
En la raíz de no pocos fracasos matrimoniales está la rutina, la falta
de comunicación, el desinterés, el vivir cada uno “su vida”. La matriz cultural
en la que se nos quiere encajar supone un excelente caldo de cultivo para la indiferencia,
para que se instale la indiferencia ante los demás.
Y algo es seguro. Que la convivencia entre indiferentes acaba por ser
insoportable.
Quiero terminar con la misma petición del Papa Francisco en Lampedusa:
Te pedimos, Padre, perdón por quien se ha
acomodado y se ha cerrado en su propio bienestar que anestesia el corazón, te
pedimos perdón por aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado
situaciones que llevan a estos dramas. ¡Perdón, Señor!
J.S.
Puede ver aquí la Homilía del Papa en Lampedusa
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