En un pasaje del Evangelio encantador dice Jesús
que la mujer que da a luz a un hijo se olvida del dolor que ha pasado “con la
alegría de dar un hombre al mundo”. Esa alegría de la madre es única y con
frecuencia rompe en entusiastas manifestaciones: ¡hijos mío, eres lo más lindo del mundo! Sólo una madre es capaz de
llamar así a un pequeño amasijo de carne. Y la diminuta criatura responde
acurrucándose como puede en esa cálida humanidad de donde ha salido, como si
quisiera volver a su hogar primero. Ahí empezó la escucha más importante de
nuestra vida, la repetición monótona y entrañablemente amorosa de cosas dichas
por la madre y el padre, a las que se añadieron otras voces cercanas de
hermanos, abuelos. Tardamos algunos años en entender de un modo consciente lo
que personas que nos amaban nos decían desde el principio. Éste es el proceso
normal en el despertar de la consciencia humana, el principio de conocimiento
de nosotros mismos: yo soy quien soy,
quien me han dicho y me entiendo en una lengua que no sé cuando aprendí.
Esta consideración tan sencilla y universal es
una de las claves del pensamiento ratzingeriano retomado por el Papa Francisco en su primera
Encíclica Lumen fidei. Dice así: La persona vive siempre en relación.
Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con
otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y
está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres,
que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que
interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros,
guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es
posible cuando participamos en una memoria más grande (n. 38).
Hay todavía una memoria más grande. Más grande
que la memoria de una familia, de una comarca, de una región, de una nación. Es
la memoria de la Iglesia, es una memoria de 20 siglos. El Papa Francisco habla
en su Encíclica Lumen Fidei de ese sujeto único de memoria que es la Iglesia. Una
memoria expresada en multitud de lenguas y culturas, pero siempre idéntica a sí
misma en lo esencial. Ese milagro, humanamente inexplicable, es tarea del
Espíritu Santo, a quien el Catecismo de la Iglesia Católica llama memoria de la Iglesia. Esa tarea está
anunciada en las palabras de Jesús, « os irá recordando todo » (Jn14,26).
Se trata de recordar el testimonio apostólico, lo que hemos
visto y oido os lo anunciamos (1 Jn, 1,3). Y mediante una cadena
ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. La tradición apostólica es confirmada y renovada
en la vida de los santos y, de un modo especial, en la experiencia de los
místicos.
El Amor, que es el Espíritu y que mora en la
Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos
de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe.
Iniciamos estas consideraciones con la imagen de la
madre parturienta, la que inicia nuestra identificación personal; pues bien, la
Iglesia también Madre nos inicia en nuestra identificación más profunda con el
lenguaje de la fe. Yo soy quien soy, lo que
me ha transmitido la Iglesia; soy hijo de Dios en Cristo, llamado a ser santo,
a caminar en su presencia y a vivir en su Amor.
J.S.
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