En un relato particular del texto sagrado podríamos ver un reflejo de la totalidad, de un modo
parecido a como en una gota de agua que pende de una hoja podríamos ver el
reflejo del jardín entero. A esta cualidad se le llama la unidad de la Sagrada Escritura. Fijémonos en un caso particular: la
conversión de San Pablo y el inicio de su carrera apostólica. Camino de
Damasco, Pablo tiene una idea clara: los secuaces de Jesús son un peligro para
Israel, porque están propagando que Jesús ha resucitado y vive. La experiencia
de esa realidad es minoritaria en Jerusalén. Todos sus habitantes vieron a
Jesús morir en la Cruz y cómo fue sepultado, pero sólo unos pocos fueron
testigos del Resucitado. El anuncio de que Jesús vive y que es el Salvador está
dividiendo profundamente al pueblo judío. Hay que acabar con esa secta
sumamente peligrosa. Y ahí Saulo camino de Damasco para apresar a los
seguidores de esa fantasía.
En ese trance, sin
esperarlo, ni siquiera imaginarlo, Pablo ve al mismo Jesús que se le aparece de un modo extraordinario (de hecho ésta será
la última aparición del Resucitado). Saulo,
Saulo, ¿porqué me persigues?. La reacción de Pablo es inmediata: ¿Quién eres, Señor?. Yo soy
Jesús, a quien tú persigues. Todo el esquema mental de Pablo queda hecho
añicos y pregunta con ánimo noble y rendido: ¿Qué quieres, Señor, que haga?
Jesús pudo, en ese momento,
comunicar a Pablo un mensaje completo, una orden detallada acerca de su futuro;
sin embargo, el Señor se limita a indicarle: Vete a Damasco y allí se te dirá lo que tienes que hacer. Y Pablo,
completamente ciego, tiene que ser conducido por otros. De ahí en adelante todo
parece un juego de ajedrez. El mismo Jesús se manifiesta en la oración un tal
Ananías, un cristiano ignoto de Damasco y le dice, con gran susto del oyente: levántate y vete a la calle Recta y
pregunta en casa de Judas por uno de Tarso llamado Saulo; lo encontrarás
rezando. Podemos encontrar el relato completo en Hechos, cap. 9.
La historia de quien será el
último Apóstol constituye un claro
ejemplo del modo en que Dios actúa en la historia humana, manejando una trama y
una urdimbre asombrosas, con un reparto en las tareas de modo que unos inician
algo que otros completan. Siempre Jesús es el Señor de la Historia, pero
interviene como quien hace un encaje de bolillos. Este modo de proceder recibe
un nombre en el Magisterio de la Iglesia: la
índole comunitaria de la Salvación.
Esta idea es
expresada por Benedicto XVI con mucha sencillez en la Encíclica Spe salvi: ningún ser humano es una
mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión
entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones.
Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra
continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y
viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el
mal.
Pablo, futuro Apóstol, fue introducido en
los planes de Dios mediante la Iglesia.
No todo lo hizo Dios en él de un modo inmediato, porque recibió una
primera instrucción, luego fue bautizado;
en sus primeros pasos fue guiado y acompañado. Pablo no estuvo en la
Última Cena y cuando recuerda el gran misterio eucarístico, escribirá: porque yo mismo os he transmitido lo que a mi vez
recibí.
El Papa Francisco señala la eclesialidad como característica de lo auténticamente
cristiano. Si nos dejamos guiar por el
Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto,
porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar
juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma
y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una
característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo
movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los
caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon)
de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda
lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de
Jesucristo (cf. 2Jn v.
9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo,
superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con
la Iglesia? (Homilía del 19 de mayo de 2013).
J. S.
Ver un artículo extenso sobre este tema: La comunión en la Iglesia, realidad interior y externa
Ver un artículo extenso sobre este tema: La comunión en la Iglesia, realidad interior y externa
No hay comentarios:
Publicar un comentario